Era una mujer cananea, lo que quiere decir que no era judía, no era parte del
pueblo de Israel. En esa época, los judíos no se juntaba con los extranjeros,
porque creían en otros dioses, y porque los consideraban impuros. Pero
Jesús, que ama a todos los hombres sin discriminar a nadie, un día decidió ir
a visitar a los pueblos vecinos de su país. Allí se encontró con esta mujer,
que estaba desesperada. Tenía un gran problema y no sabía cómo
solucionarlo: su hija estaba enferma, posiblemente de algún tipo de
epilepsia. Nadie sabía lo que le pasaba, y muchos pensaban que estaba
endemoniada. Seguramente, había consultado con varios especialistas de su
pueblo, y había invocado a los dioses de los cananeos… ¡pero nada podía
curarla! Cuando se enteró de que Jesús pasaba por su ciudad, salió
desesperada a su encuentro gritando: “¡Señor, Hijo de David, ten piedad de
mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Pero él no le
respondió nada. Sus discípulos se acercaron y le pidieron: “Señor, atiéndela,
porque nos persigue con sus gritos”. Jesús respondió: “Yo he sido enviado
solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel”. Se ve que quería
ponerla a prueba, a ver si ella realmente creía que Él, además de ser un Hijo
de David, era el verdadero Dios. Pero la mujer fue a postrarse ante él y le
dijo: “¡Señor, socórreme!”. Jesús le dijo: “No está bien tomar el pan de los
hijos, para tirárselo a los cachorros”. ¡La siguió poniendo a prueba! Ella
respondió: “¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen
de la mesa de sus dueños!”. Entonces Jesús le dijo: “Mujer, ¡qué grande es
tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!”. Y en ese momento su hija quedó curada.
La mujer cananea es ejemplo de madre que implora por sus hijos. Es también
ejemplo de fe. Ella sin ser judía, supo reconocer en Jesús la fuerza de Dios
que es capaz de salvarnos.
Texto bíblico: Mt 15, 21-28 |