El Evangelio no nos da el nombre de esta mujer, solo su diagnóstico: padecía hemorragias desde hacía doce años.
Su enfermedad era crónica, y la mujer era conocida como “la hemorroísa”. En tiempos de Jesús, la enfermedad era
considerada como un castigo del cielo: el enfermo era alguien que había sido abandonado por Dios. Esta mujer estaba
profundamente enferma: con su cuerpo sangrante, perdía vida y vigor. Y no solo estaba enfermo su cuerpo, sino también
su espíritu, ya que a causa de los flujos de sangre era considerada impura. La ley de Moisés era clara al respecto: la mujer
que padezca flujos de sangre permanecerá impura mientras duren sus hemorragias. ¿Qué significaba estar impura? Nadie
se le podía acercar ni tocar su cuerpo, no podía entrar al templo ni a la sinagoga para la oración, y todos la discriminaban
pensando: “Algo habrá hecho esta mujer para padecer tanta impureza...”. Humillada y enferma, sin curación y sin
esperanzas...
¡Cuánto sufrimiento y cuánto cansancio! Había hecho todo lo posible por curarse, cuántos médicos visitados, todos sus
bienes gastados a fin de recuperar su salud y su dignidad... ¡Y nada había resultado! Vivía una vida de soledad,
desconsuelo y desesperanza, pero un día oyó hablar de Jesús, de su bondad, de su mirada misericordiosa hacia todos los
marginados, de cómo había curado a tantos enfermos y cuánto amaba a los que el mundo consideraba impuros o “fuera de
la ley”. La esperanza comenzó a renacer en su corazón.
Se acercó despacio, pero segura, sin que nadie se diera cuenta, y escondida entre la multitud que apretaba a Jesús por
todos lados, silenciosamente, tocó su manto. Jesús se dio cuenta enseguida de que alguien lo había tocado. Sintió la
fuerza que había salido de él y la enorme fe de aquella mujer. Quiso conocer a esa persona y tener un encuentro personal
con ella. ¡Quería revelarle el secreto de su fe! “¿Quién tocó mi manto?”. Parecía que no estaba dispuesto a moverse hasta
no conocer la verdad. La mujer temblaba de miedo y pensaba: “¿Cómo me atreví? ¿Y si alguien me reconoce y me delata?
¡Tocar a Jesús! ¡Contaminarlo con mi impureza!”. Sin embargo también ella había sentido que una fuerza extraordinaria
había recorrido todo su cuerpo y la había curado de su mal. La mirada de Jesús le dio una profunda confianza en sí misma.
Salió de entre la multitud para abrazarse a sus pies y contarle toda la verdad: “¡Yo fui! Hace doce años que estoy enferma,
sangro sin parar, la vida se me escapa ¡Y yo quiero vivir! Todos me echan, nadie puede curarme, hasta Dios se alejó de mí.
Pero yo escuché hablar de vos, Jesús, y algo muy dentro de mí me dijo que si me acercaba... si tan solo podía tocar tu
manto quedaría curada. ¡Solo vos, Jesús, podés curarme y devolverme la vida que se me va con estas hemorragias!”.
Jesús la escuchaba emocionado y conmovido. ¡Qué fe tan grande la de esta mujer!
La hemorroísa fue una mujer muy valiente que comprendió que solo Dios puede ayudarnos cuando parece que ya no
tenemos solución.
Texto bíblico: Mt 9, 20-22 |