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SAN AGUSTÍN
Un llanto de amor

Agustín nació en África en el año 354. Su mamá se llamaba Mónica y era muy amiga de Jesús. Ella le enseñó a rezar de pequeño, pero Agustín pronto olvidó sus enseñanzas. Su padre se llamaba Patricio, era muy bueno y cariñoso, pero no creía en Jesús ni en las cosas de la Iglesia.

Agustín no fue un niño modelo: no soportaba estudiar ni le gustaba que lo obligaran a hacer sus tareas. Solo quería jugar con sus amigos del barrio y hacer travesuras a los vecinos; le gustaba ganar en todos los juegos y no dudaba en hacer trampa o en mentir.
Su madre lo aconsejaba para que creciera en las virtudes cristianas, pero Agustín «se hacía el sordo» y no la escuchaba.
Para Mónica, su mamá, la vida no era fácil: tenía un esposo malhumorado, una suegra con mal carácter y un hijo que se portaba mal. No importaban las dificultades, Mónica tenía paciencia y esperanza frente a todo, y no dejaba de rezar para que su esposo se convirtiera, al igual que su hijo.

Agustín tuvo una juventud un tanto complicada, llena de fiestas y con tiempo perdido sin hacer otra cosa que molestar a los demás y burlarse de los otros compañeros. Sus padres, sin saber qué más podían hacer con él, lo mandaron a estudiar a la ciudad de Cartago, una de las más importantes de aquel entonces. En esa ciudad, lejos de su familia, se dedicó a una vida desordenada y viciosa. Pero de pronto, cansado de tanta agitación, una pregunta comenzó a brotar en su mente y en su corazón: «¿Dónde podré encontrar la verdad?». ¡Era obvio que la verdad no se encontraba en la vida desordenada y en las malas actitudes! Agustín decidió abandonar ese estilo de vida y se dedicó al estudio y al saber de todas las ciencias. Pero allí tampoco encontró la verdad. Su corazón estaba inquieto, obsesionado, persiguiendo la verdad. Fue muy reconocido por su saber y tuvo grandes honores… pero en ellos tampoco encontró la verdad. Agustín sabía muchas cosas, pero su corazón estaba triste y angustiado.

Un día llegó a sus manos una Biblia, y una voz fuerte le decía en el corazón: «¡Toma y lee!». Al abrirla al azar, leyó una carta del apóstol Pablo que decía: «Revístanse del Señor Jesucristo y no busquen satisfacer los deseos de la carne». Agustín no sabía lo que quería decir «revístanse de Cristo». Él comprendía lo que significaba revestirse de sabiduría y de belleza… pero ¡¿revestirse de Cristo?!

En un viaje a Roma, se hizo amigo de un sacerdote llamado Ambrosio, que comprendió enseguida lo que Agustín estaba buscando y con mucho cariño comenzó a enseñarle la manera de ser un buen cristiano y a prepararlo para recibir el bautismo.

De a poco, pero con mucho entusiasmo, Agustín comenzó el camino de su conversión a Dios. Escribió en un libro, llamado Confesiones, unas frases muy lindas que nos cuentan de este camino: «Señor, tú me buscaste, me llamaste, me gritaste… ¡y rompiste mi sordera!». «Yo estaba huyendo de Ti, pero Tú me perseguías…». También se lamentaba del tiempo perdido buscando tantas cosas que no lo ayudaron a ser feliz: «Tarde te ame, hermosura tan antigua y tan nueva. Te buscaba por todos lados… Tú estabas dentro de mí, y yo fuera». «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti».

Mónica hizo de la oración la razón de su vida, y sus plegarias fueron escuchadas: con el tiempo, el esposo abrazó la fe cristiana, y después de muchos años…¡también se convirtió Agustín! Se bautizó y decidió volver a su pueblo para emprender una nueva vida. En el camino de vuelta a casa, murió su madre, la que tanto había rezado y llorado por su conversión. Frente a su madre muerta, Agustín lloró amargamente por sus pecados y definitivamente comenzó una nueva vida. Reunió a sus amigos de siempre y formó una comunidad a la que se conoció con el nombre de «los Agustinos». Más tarde se ordenó sacerdote y fue obispo de ese lugar.

Agustín fue un gran santo, lleno de sabiduría y de bondad. Su pasión por la verdad y su entusiasmo por la vida lo acompañó siempre. Fue un gran maestro y guía de los jóvenes, a quienes les enseñaba el camino para alcanzar la felicidad verdadera.
Murió a los 75 años de edad y su fiesta se celebra el 28 de agosto.

 
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