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NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

Patrona de América Latina

México era la ciudad más importante del imperio azteca. La llamaban Tenochtitlán o la ciudad de los dioses. Cuando los conquistadores españoles llegaron a América, se quedaron deslumbrados por su belleza.

Ellos tenían sus dioses, sus templos y grandes ciudades. Cuando llegaron los conquistadores, los aztecas sufrieron muchas penurias, ya que fueron dominados y conquistados por la fuerza, y tuvieron que enfrentarse en cruentas batallas con los conquistadores. En las primeras décadas del siglo XVI, luego de un largo asedio, fue conquistada la capital del imperio. Para los aztecas esta fue la derrota definitiva, un verdadero desastre militar, político y también religioso. Sus templos fueron destruidos y sus ciudades fueron arrasadas atrozmente. Los indígenas que quedaban fueron sometidos, hechos esclavos y obligados a abrazar las leyes de los españoles. Por más que en estas tierras hubo grandes misioneros que con paciencia y amor enseñaban a los indios la verdad de Jesús y de su Evangelio, muchos de ellos se sintieron forzados a abandonar sus viejas costumbres religiosas para convertirse en cristianos. No era fácil ser indígena en aquellos tiempos: vivían con la añoranza del viejo imperio, de sus costumbres y de sus tradiciones, y con el rigor con que los trataban los conquistadores.
Fue en estas circunstancias en que María, la Madre de Dios, decidió aparecerse en México, para llevar un mensaje de consuelo a su pueblo, para ser una señal de reconciliación y unidad en momentos de tanta dificultad.
Juan Diego era un indiecito muy humilde que se había convertido al cristianismo, y que estaba recibiendo su catequesis en la iglesia Santa Cruz de Tlatelolco. El 9 de diciembre de 1531, cuando se dirigía a la iglesia, pasando cerca del cerro de Tepeyac, oyó una música que resonaba en el cerro, parecida al gorgojeo de unos pájaros; era un canto muy suave y muy lindo, como una música del cielo. Sorprendido, Juan Diego recordó las enseñanzas de sus antepasados sobre la tierra celestial, llena de flores y pájaros, pero una voz suave interrumpió sus pensamientos: «Juanito, Juan Dieguito». La voz cariñosa y dulce lo llamaba desde la cima del cerro, y allá se dirigió. Cuando llegó a la cumbre, vio una Señora que estaba de pie y que lo invitaba a acercarse. Sus vestiduras eran radiantes como el sol, estaba parada sobre unas rocas que resplandecían como piedras preciosas, y la tierra que la rodeaba brillaba como el arco iris. Juan Diego reconoció en su rostro sangre indígena: era una señora de tez morena como su pueblo. La Señora le dijo: «Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿adónde vas? Quiero que sepas que yo soy la Virgen María, la madre de Jesús». Juan Diego se arrodilló a sus pies, y la Virgen le dijo que quería que le construyeran allí una iglesia, para poder estar cerca de todos los indios, escuchar las peticiones y los ruegos de todos los que la invocaran y protegerlos con sus auxilios de madre de las miserias, penas y dolores. La Virgen lo envió a la ciudad al palacio del obispo para contarle todo lo que había visto. Después de escucharla, Juan Diego dijo: «Sí, mi Señora; soy tu siervo y haré lo que me ordenes».
El obispo lo escuchó atentamente, pero no le creyó. Decepcionado, Juan Diego fue a buscar a la Señora y le pidió que eligiera a alguien más importante que él para llevar el mensaje al obispo, ya que era un simple indiecito y el obispo no confiaba en sus palabras. Pero María le respondió: «Es importante que seas tú, el más humilde de mis servidores, el que se encargue de esta misión». Y lo mandó de nuevo a hablar con el obispo. El obispo volvió a escucharlo con atención. Esta vez le hizo muchas preguntas y le pidió una señal para comprobar que era cierto lo que le contaba.
En los días siguientes, Juan Diego no pudo asistir al cerro para encontrarse con María porque su tío había enfermado de gravedad, y tuvo que quedarse a acompañarlo. El 12 de diciembre, al amanecer, Juan Diego salió de su casa y se dirigió de prisa a la ciudad en busca de un sacerdote, ya que su tío estaba por morir. Decidió bordear el cerro por abajo, sin subirlo, para hacer más rápido y para no ser entretenido por la Señora. No obstante, la vio bajar del cerro y vio que salía a su encuentro. Le pidió disculpas por haber faltado a la cita y le contó con dolor lo de la enfermedad de su tío. La Virgen consoló con amor a Juan Diego, y le prometió su intercesión para que su tío se curara. María pidió al indiecito que subiera a lo alto de la montaña y que buscara para ella flores de las más ricas fragancias. A pesar de estar fuera de estación Juan Diego encontró sobre las rocas una gran variedad de rosas perfumadas, que crecían por todos lados ante sus ojos. Las cortó para llevarlas a la Virgen, pero ella las envolvió con mucho cuidado en el hueco de una tilma, que era como un poncho, y le ordenó que se las llevara al obispo como una señal. En cuanto llegó al palacio del obispo, Juan Diego repitió el mensaje de la Virgen y desplegó su tilma. Se esparcieron sobre el suelo todas las flores, y apareció sobre la tilma la bellísima imagen de la Virgen, así como se le había aparecido a él en el cerro de Tepeyac. El obispo, junto con todos los presentes veneró la milagrosa imagen y pidió perdón por no haber creído. Al día siguiente, mucha gente del pueblo, visitó con Juan Diego el lugar en el que se había aparecido la Virgen. En una última aparición, la Señora reveló a su pueblo: «Yo soy la siempre Virgen Santa María de Guadalupe».

 

La aparición de la Virgen de Guadalupe ha sido como un segundo nacimiento para el pueblo mexicano. Los indios respondieron a María, abrazando la fe cristiana y realizando numerosas peregrinaciones al cerro de Tepeyac. Allí, donde sus antepasados rendían culto a sus antiguos dioses, levantaron una hermosa basílica, que es para todo el pueblo signo de unidad y devoción a la Madre de Dios. María fue en Guadalupe la «estrella de la evangelización»; por eso, fue nombrada por el papa Pío X «patrona de América Latina».
En nuestro país, muchos templos, colegios e iglesias llevan el nombre de la Virgen de Guadalupe y es honrada y venerada especialmente como patrona de la provincia de Santa Fe.