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NUESTRA SEÑORA DE LUJÁN

Patrona de la Argentina

En el año 1630, partió del puerto de Buenos Aires una caravana de carretas que llevaba diversas mercancías hacia el interior del país. Entre esas mercancías, había dos importantes cajas que contenían imágenes de María enviadas desde Brasil para un hacendado portugués, llamado Farías, que vivía en Santiago del Estero y que las había encargado para colocar en la capilla que había construido en sus tierras. Cuidando estas dos imágenes, viajaba Manuel, un negrito –esclavo del señor Farías– encargado de custodiar tan preciada carga.
A los dos días de marcha, la caravana se detuvo para pasar la noche a orillas del río Luján, en la estancia de don Diego Rosendo. A la mañana siguiente, la caravana quiso emprender su marcha, pero la carreta que contenía las imágenes no pudo arrancar. Revisaron la carreta, las ruedas y yuntas, le ataron nuevos bueyes, pero la carreta no avanzaba. Frente a esta dificultad, se acercaron para ayudarlos muchos peones de la estancia, y el mismo Rosendo, pero después de muchos intentos, no consiguieron hacer andar la carreta. Algo anormal ocurría, y todos comenzaron a sospechar que era voluntad de la Virgen detenerse y quedarse en ese lugar. Entonces decidieron bajar las cajas de la Virgen, y comprobaron que la carreta arrancaba sin dificultad. Era la virgen más pequeña, la imagen de la Inmaculada, la que detenía la marcha de la caravana porque quería quedarse en ese lugar, a orillas del río Luján.
Los arrieros decidieron dejar la caja de María a cuidado de don Rosendo, que la llevó a la casa de su estancia. El negrito Manuel pidió quedarse con María, ya que si a él se le había encomendado cuidarla, debería estar siempre junto a ella. La familia Rosendo levantó una pequeña capilla, y concedió a Manuel la libertad, encargándolo de cuidar con amor a esa imagen. Como era de costumbre, cubrieron a María con vestiduras cosidas y bordadas por las mujeres de la casa.
Los paisanos del lugar, al enterarse del «milagro de la carreta», comenzaron a acudir a visitar a María, que con tanta predilección había querido quedarse entre ellos. Su fama fue propagándose por todos los alrededores, y por todas las postas del camino. Las personas llegaban hasta ella para implorarle la bendición y para pedirle que intercediera por sus necesidades. Muchos fueron los favores que María obró en favor de sus hijos, curando a enfermos y socorriendo a los pobladores de aquella villa. Treinta años después, doña Ana de Matos, una estanciera del lugar, trasladó la imagen de la Virgen a un pequeño oratorio en la ciudad de Luján, donde comenzó a construirle una hermosa capilla. El negrito Manuel se trasladó con ella y juntos comenzaron las tareas de construcción.
En 1682, Pedro de Montalvo, un sacerdote que viajaba desde Buenos Aires hasta Luján para conocer a la Virgen, se enfermó gravemente en el camino y llegó moribundo a la estancia de los Matos. Manuel lo hizo poner en la habitación contigua a la capilla, y frotó su pecho con el aceite de la lámpara de la Virgen. El sacerdote quedó inmediatamente curado y, desde aquel día, dedicó su vida a María de Luján, y se convirtió en el primer capellán de la Virgen, y trabajó sin cesar para concluir con la construcción de la capilla y para propagar el culto de la «Madrecita de Luján».
Todo el país acudía en multitudes a venerar a la Virgen, y poco a poco, alrededor de la capilla fue levantándose un poblado, con las familias que decidían afincarse allí, a vivir a los pies de la Virgen de Luján.

El 8 de mayo de 1887, la imagen de la Virgen de Luján fue solemnemente coronada: «Así como eres coronada en esta tierra por nuestras manos, merezcamos ser coronados en el cielo de gloria y honor por Nuestro Señor Jesucristo». La fiesta de Nuestra Señora de Luján fue fijada para ese mismo día.

 
Con el tiempo, el pueblo de Luján, se abocó a levantar para María una hermosa basílica, que fue bendecida en 1910 y se juró a la Virgen de Luján como patrona y protectora de la Argentina, Uruguay y Paraguay. Desde entonces, ella, con su presencia maternal bendice a las naciones del Río de la Plata, y es venerada por todos bajo la advocación de Nuestra Señora de Luján, «Madrecita» de nuestros pueblos. Muchísimos peregrinos llegan al año caminando desde muy lejos, en ómnibus o en tren para rendirle culto, para pedirle por sus necesidades, para invocar su protección y para demostrarle su fe y su amor.